Juan Manuel Fangio logró su último triunfo en la Fórmula 1 hace 60 años de una manera espectacular, en la que para muchos es la mejor carrera en la historia de la Máxima.

“Si no me hubiese corrido, estoy seguro de que el viejo diablo me habría pasado por encima”, sentenció John Michael Hawthorn sin quejas ni enojo, con las más profunda admiración que pueda profesar un vencido. El caballero inglés que solía correr con moñito tenía 28 años. El viejo diablo, Juan Manuel Fangio, había cumplido 46 y acababa de dar la mayor exhibición de manejo que registraba la memoria de una Fórmula 1 recién estrenada.

Aquel Gran Premio de Alemania en Nürburgring del 4 de agosto de 1957 permanece aún como una clase magistral jamás repetida. La victoria del argentino, la 24a y última de su campaña, le aseguró el quinto título mundial. Sin embargo, estas consecuencias jamás aportaron a la trascendencia de aquella carrera: fue tan importante cómo ganó que las derivaciones quedaron a un costado, confinadas al anecdotario. “Ese día tenía todos los cables enchufados. Estaba decidido a todo”, recordaría el Chueco en el libro “Fangio, cuando el hombre es más que el mito”, la autobiografía que registró el periodista Roberto Carozzo.

Las competencias en los caminos de las montañas de la región de Eifel habían comenzado en la década de 1920. Al poco tiempo se propuso la construcción de un circuito, encarada con el objetivo de mostrar la ingeniería mecánica alemana y el talento de sus pilotos. La obra, a cargo de la empresa Eichler Architekturbüro que manejaba el arquitecto Gustav Eichler, comenzó en septiembre de 1925. En la primavera de 1927, Nürburgring estaba listo. La Fórmula 1 usó la variante conocida como Nordschleife, que en la primera década del Mundial tenía casi 23 kilómetros y 176 curvas. “Querer conocerlo todo en poco tiempo era imposible. El conocimiento se realizaba por etapas. Era recorrerlo hasta decir: ‘Bueno, hasta el kiómetro 12 lo conozco y sigo haciéndolo. Ahora, a memorizar hasta el kilómetro 15 ó el 20”, contó Fangio.

“El infierno verde”, como supo nombrarlo años más tarde Jackie Stewart, era un laberinto rodeado por árboles, con desniveles que dejaban a los autos en el aire, curvas ciegas y banquinas que a menudo devenían en barrancos. En el Ring se produjo, en 1954, la primera muerte de un piloto de Fórmula 1 en actividad oficial: el argentino Onofre Marimón se salió de la pista mientras intentaba con su Maserati bajar el tiempo de clasificación de su compañero de marca, el inglés Stirling Moss. Domingo Marimón le había encomendado su hijo a Fangio para que lo guiara en Europa. La fatal reputación del anillo de Nürburg creció luego con otros siniestros: Carel Godin de Beaufort se mató en la zona de Bergwerk, una estrecha curva a la derecha luego de una larga parte rápida que incluía un viraje a la izquierda en un pequeño lomo; allí también ocurrió el accidente de Niki Lauda en 1976, que sacó de circulación al circuito. La bajada de Hatzenbach, el badén de Flugplatz en el que los autos volaban, Brünnchen, Pfanzgarten y Karussell formaban parte del catálogo de desafíos. Sobre este último, uno de los virajes más lentos, peraltado y ciego, se cuenta que Fangio aconsejó a un piloto joven: “Apuntale al árbol más alto”, como referencia para la maniobra.

Cuando el Mundial llegó a la sexta de sus ocho fechas en 1957, el argentino encabezaba el campeonato. Fangio había vuelto ese año a Maserati, que atravesaba serios vaivenes financieros, al punto que en ocasión del Gran Premio de Mónaco sus pilotos tuvieron que alojarse en un modesto hotel cercano a la estación de tren. Ferrari era rival principal, con Mike Hawthorn, Peter Collins y Luigi Musso. Y los ingleses de Vanwall pretendían dar una demostración con Moss. Sin embargo, los autos verdes tuvieron problemas de suspensión y tenida desde el primer día. Ferrari contaba, como condición principal, con la capacidad de correr los 500 kilómetros de competencia sin necesidad de parar en los boxes para cambiar gomas: usaban las belgas fabricadas por Oscar Englebert, más duras que las Pirelli que calzaban las Maserati y que ofrecían mejor estabilidad pero no aguantaban el recorrido. Fangio logró la pole position, 26ª de su historial, con 2s8 de ventaja sobre Hawthorn y sacándole 4s9 a Jean Behra, que corría con otro auto de la casa del tridente.

El jefe de mecánicos de Maserati, Guerino Bertocchi, le propuso a Fangio un plan para ganarles a las Ferrari: sacar 30 segundos a mitad de carrera y tardar ese tiempo en el cambio de gomas ya que los mecánicos habían practicado el operativo. El argentino largó con menos combustible para que la 250F viajara más liviana. Cuando se calmó la lucha entre Hawthorn y Collins, en la tercera de las 22 vueltas, Fangio los pasó e inició su escape. En la mitad de la carrera, el campeón había acumulado 28 segundos de ventaja; en la duodécima vuelta, cuando entró a los boxes, tenía 29 a favor. Se bajó de la Maserati y, mientras se refrescaba, Bertocchi y Nello Ugolini le comentaron cómo se desarrollaba la carrera. Los mecánicos trabajaban mal en el cambio de las Pirelli traseras. Nunca se supo en forma fehaciente el motivo. Años después, el historiador inglés Doug Nye aseguró que la tuerca central -sistema patentado Rudge-Withworth- de la llanta Borrani de rayos se había caído debajo del coche y los mecánicos no podían encontrarla para volver a ajustar la rueda. La diferencia que había logrado el Chueco se diluyó con la demora, que consumió otros 48 segundos. El argentino volvió a pista desilusionado, según confesó, porque perdía la carrera que podía asegurarle otro campeonato.

Mientras asentaba las gomas nuevas, cumplió la siguiente vuelta a 51 segundos de las Ferrari. Al comprobar esto, desde el box de la Scuderia se ordenó a sus pilotos que moderaran el ritmo. A Fangio, desde el puesto de Maserati, solo le señalaron que había una Ferrari adelante. El balcarceño, que sentía más a gusto su 250F, empezó a encarar algunas curvas en marchas más altas. Cuando llegó a la giba debajo del puente, donde había pasado a Froilán González en 1954, no quitó el pie del acelerador.

Cuando los altoparlantes anunciaban el tiempo del argentino a cada paso, buena parte de los 100.000 espectadores que asistieron a la carrera bramaban con asombro. En cada giro, Fangio enhebró una nueva vuelta récord. Corría, imparable, contra el cronómetro. El primer borrón rojo que vio entre los árboles del bosque, la Ferrari de Collins, apareció poco antes de que entrara en los dos giros finales. “A ésa la alcanzo, seguro”, pensó. En la bajada de Adenauer vio a los dos coches de Maranello. En la recta detrás de los boxes, en el inicio del penúltimo giro, el argentino encaró al inglés por adentro, pero la Maserati se abrió a la salida, Collins aprovechó, se le puso a la par y recuperó el lugar en la curva siguiente, para la cual tenía la cuerda.

El campeón lo apuró y apareó antes de llegar a un puente en el que solo había lugar para un auto: entró el de Fangio. Hawthorn estaba unos metros más adelante. Camino a ser Quíntuple, se le arrimó en un mixto y empezó a pergeñar la mejor oportunidad para pasarlo: una rectita que remataba en una curva de 90 grados, a la izquierda, seguida de un retome a la derecha. En el tramo recto, Hawthorn se recostó sobre la derecha para hacer la trayectoria. El Chueco vio la oportunidad y se tiró por adentro. “Debe haber visto, de pronto, una mancha roja a su costado porque se desacomodó bastante. Pegó como una espantada”, rememoró el argentino. Astuto, Fangio le sacó ventaja de inmediato para no propiciar una recuperación de su rival, y la mantuvo en la vuelta final, que aseguró su 24º triunfo en Fórmula 1.

Desde la salida de la Maserati número 1 hacia el podio, donde recibió el saludo efusivo pero respetuoso de Collins y Hawthorn, sus vencidos, Fangio viajó en andas. Como una imagen intangible, sin tocar el suelo. Una metáfora de ese día en Nürburgring.